
Rufina Agorastegui es una muchacha risueña de chisposos ojitos curiosos, sonrisa pícara y andares vigorosos.
Como a toda mocetona, un día le llegó el momento de realizar su primera visita ginecológica. Algo que toda mujer desea fervientemente cada año por el buen rato que pasa charlando del tiempo mientras alguien a quien no conoce de nada hurga en sus partes más íntimas con desprecio y sin siquiera un besito antes de empezar la faena.
Por pudor, buscó en un listado de médicos uno que fuera mujer como ella, y que además le quedara cerca de su domicilio.
Sabía que un doctor es igual de profesional que una doctora, pero se sentía algo incómoda pensando en abrirse de piernas ante un hombre con el que ni tan solo hubiera tenido una cita. Aunque claro, pensar en pedir hora para el ginecólogo y el primer día proponerle irse de copas para tener algo de confianza, se le antojaba ridículo, excepto si el doctor estaba de muy buen ver, en cuyo caso tal vez decidiera abrirse directamente de piernas con o sin familiaridad previa, evidentemente para la revisión ginecológica habitual, no para ningún otro menester.
Para no complicarse la existencia ni la visita médica, localizó a una ginecóloga en su mismo barrio. Llamó, pidió cita, y el día en cuestión se presentó en la consulta: sin roña detrás de las orejas y con las bragas limpias.
Mientras esperaba su turno, se dedicó a escudriñar la sala de espera. Había revistas del corazón, revistas del National Geographic, revistas de temas médicos… pero lo que a ella le interesaba era explorar el entorno. Dedujo que aquella doctora gustaba de viajar a países exóticos, montar a camello en el desierto, cortar lianas con un machete en plena selva tropical, probar gusanos y saltamontes asados, sufrir enfermedades transmitidas por mosquitos amazónicos y todas esas cosas propias de las personas aventureras. Una mujer de mundo en definitiva. Sentía curiosidad por qué cara tendría la doctora y con qué actitud la recibiría.
La recepcionista de la consulta asomó en la sala de espera:
- ¿Rufina Agorastegui?
- Sí, yo.
- Puede pasar.
- Gracias.
Entró en la consulta y ahí estaba la aventurera ginecóloga, sentada tras la mesa, preparando los papeles del historial médico para el interrogatorio del tercer grado.
Lejos de fijarse en su cara, en su pelo, en su vestimenta bajo la bata blanca, la mirada de Rufina fue directamente a sus manos. Más concretamente a sus dedos.
‘Tiene dedos de ranita’, pensó.
La doctora le iba preguntando si tenía antecedentes de esto o de lo otro en su familia, si había tenido abortos, si tenía alergias a medicamentos, etc.
‘Dedos de rana, definitivamente… Con esas bolitas por yemas’, siguió pensando absorta mientras imaginaba una rana verde pistacho de piel brillante vestida con bata blanca y asistiéndola delante del potro mientras buscaba una mosca que le sirviera de merienda. ‘Espero que no tenga mini-ventosas en las yemas… sería fatídico’, se dijo a sí misma.
De pronto, pensó que debía huir de aquel lugar y dejar a la ginecóloga con la palabra en la boca. Rufina se dio cuenta de que el momento para que le dijera ‘puede desnudarse de cintura para abajo’ estaba cada vez más cercano. Se tumbaría en la camilla recubierta de papel blanco altamente higienizado, apoyaría las piernas en el potro abiertas de par en par y la doctora procedería con sus dedos de rana a efectuar el examen. Pero Rufina no podía dejar de pensar en esas bolitas que tenía la ginecóloga por puntas de dedos. ‘Seguro que cuando acabe, pese a los guantes, sus deditos de rana harán ventosa y cuando los retire sonará como una botella de cava descorchándose’, idea que le aterraba por lo grotesca que era. Y le entró la risa. ‘Mi coño es una botella de champagne’. No podía parar de reír.
La doctora miraba atónita a Rufina, abierta de piernas sobre el potro, desnuda de cintura para abajo, vestida de cintura para arriba. La mascarilla no permitía ver la mueca de la ginecóloga, pero sus ojos la delataban: estaba más perdida que Britney Spears en una ordenación de curas, no entendía nada. Rufina, mientras tanto, esperaba el momento del descorche, porque si era algo que debía pasar indefectiblemente, al menos tomárselo con humor. Pensó en cambiarse el nombre y llamarse Cordón Negro Agorastegui, o tal vez Rondel Oro Agorastegui, o quizá Recaredo Agorastegui si quería parecer de más alta alcurnia. Moët Chandon Agorastegui le parecía demasiado pomposo.
El momento del descorche se acercaba. Rufina esperaba oír el ‘plop!’ de un momento a otro, y no podía contener la risa mientras una gota de sudor frío le recorría la sien.
La ginecóloga acabó la visita y no se oyó ningún ‘plop!’. Rufina se sentía entre aliviada y decepcionada. Se vistió, sin biombo alguno, recogió su bolso y se fue. Mientras estaba en el ascensor, pensó: ‘Casi preferiría quedarme en pelotas durante la visita… estar desnuda solo de cintura para abajo es muy humillante’.
Pasaron los años y las visitas con la Dra. Rana se sucedían sin incidencias, aunque Rufina siempre acababa imaginándola subida a un nenúfar y croando aventureramente ‘BUD-WEIS-ER!!’.
Un día, la Dra. Rana decidió dedicar su vida a los viajes en camello, a los saltamontes tostados, a los oasis desérticos, y acabó formando parte del harén de un magnate árabe, abandonando su profesión y dedicándose a complacer de forma sumisa las perversiones sexuales de su esposo y amo.
La pobre Rufina, que ya había logrado establecer una relación de confianza con la ginecóloga, tuvo que buscarse nuevo facultativo que la atendiera.
Decidió probar suerte con los ginecólogos de la Seguridad Social, y eligió a una doctora por el nombre, simplemente porque le sonaba bien. Pidió cita y el día en cuestión acudió como todas las otras veces: sin roña detrás de las orejas y con las bragas limpias.
Rufina estaba en la sala de espera, pasando el tiempo enfrascada en la lectura de un libro y mascando discretamente un chicle con sabor a hierbabuena.
Salió la enfermera:
- ¿Rufina Agorastegui?
- Sí, soy yo.
- Pase.
- Gracias.
Entró. La sala era un tanto fría, toda ella de color blanco iPod inmaculado, con los vendajes ordenados por tamaños y los sueros fisiológicos según fecha de caducidad. De entrada, no pudo forjarse una idea de cómo era la doctora: ¿Sería una mujer de ir a misa? ¿Sería una depredadora sexual? ¿Sería la madre perfecta, esposa perfecta, hija perfecta, nuera perfecta, hermana perfecta, todo perfecta? ¿Sería una ex-progre pseudohippy? ¿Sería una mujer corriente y moliente?
‘Al menos no tiene dedos de ranita’, se consoló resoplando confortada.
Rufina se hacía todas estas preguntas mientras mascaba silenciosamente el chicle un par de veces, solo un par. Decidió guardarlo entre la segunda muela empezando por atrás y la mejilla.
La ginecóloga, tras un aséptico ‘buenas tardes’, se había pasado unos minutos rellenando papeles y preparando de nuevo el tercer grado, y todo ello sin mirar un instante a la paciente. Finalmente, levantó la vista del papel y miró a Rufina por encima de sus gafas.
- Tire el chicle en la papelera –dijo en un tono gélido.
- ¿Perdón? -preguntó Rufina.
- Por favor, tire el chicle en la papelera.
Rufina, sorprendida, se levantó, fue hasta la papelera de la esquina del consultorio y tiró el chicle.
‘Que yo sepa, no estaba mascando el chicle con el coño… Y que yo sepa, no me van a mirar las muelas… No entiendo nada’, pensó Rufina extrañada.
Se sentó de nuevo, esperando a que la doctora la castigara de cara a la pared con los brazos en cruz y con sendos tomos de la enciclopedia de los medicamentos sostenidos en cada mano no sin previamente haberle hecho escribir 500 veces ‘No mascaré chicle en la consulta, ni con la boca ni con el potorro’. Pero era la Seguridad Social, y no estaban para perder el tiempo en tonterías.
Se sucedió el tercer grado sin pena ni gloria y vino EL MOMENTO.
- Desnúdese de cintura para abajo y túmbese. La enfermera la ayudará.
- Gracias.
‘Sé tumbarme sola, cada noche lo hago al irme a dormir… pero bueno… cualquiera le replica’, pensó Rufina todavía preguntándose por qué debía tirar el chicle a la papelera para una revisión ginecológica.
Se desnudó de cintura para abajo. Dejó sus pantalones bien puestos encima del respaldo de una silla, y las bragas (limpísimas) escrupulosamente dobladas encima del asiento. Se tumbó sobre la camilla cubierta por un altamente higienizado papel blanco y se abrió de piernas sobre el potro. La enfermera colocó una tela verde sobre su vientre y se retiró.
La estampa era impagable: Rufina abierta de piernas como un pavo a medio rellenar; delante de ella, a su izquierda, la mesa y detrás la doctora escribiendo una aproximación al Quijote; delante de ella, a la derecha, una puerta que no sabía a dónde daba. Veía sus rodillas y las puntas de sus pies, que movía alegremente en un intento de entretenerse y no pensar en que tenía todo el potorro al aire sin siquiera un biombo de por medio.
De pronto, se abrió la puerta que Rufina no sabía a dónde daba. Rufina abrió los ojos, que parecían dos platos de Villeroy Boch, en un gesto de sorpresa. Detrás de la puerta apareció un hombre ataviado con una bata blanca. El hombre se dirigió a la Dra. Tirelchicle.
- Acaban de venir los del sindicato.
- ¿Y cómo está el tema? –contestó la ginecóloga.
‘El tema lo tengo al aire’, pensó Rufina, que no se creía que aquello le estuviera sucediendo a ella. Mientras, movía los dedos de los pies y los miraba fijamente procurando autohipnotizarse pensando en una playa de arena blanca y mar cristalina y calmada, en un vano intento de abstraerse del hecho de que un hombre con el que ya no solo no había ido a tomar una copa sino que ni tan solo había cruzado una palabra, estuviera viéndole la pepitilla en todo su esplendor y hablando del sindicato.
- Bueno, las enfermeras han decidido que blablablablabla… -seguía explicando el hombre con la bata blanca a modo de latest news.
- Ah, está bien, no es mala idea.
‘Será médico. Tiene que ser médico. Si un extraño me ve el chumino, tiene que ser médico. Me niego a que un sindicalista del comité de empresa me vea el potorro siendo un tipo tan feo y sin haberme invitado a una copa’, se repetía Rufina incesantemente.
El señor de la bata blanca y la Dra. Tirelchicle seguían hablando de temas sindicales. Rufina seguía moviendo los dedos de los pies concentrándose para mover el pequeño con la simple finalidad de dirigir su atención hacia otra cosa que no fuera pensar que el señor de la bata blanca tenía un primer plano estupendo de su entrepierna.
- ¡Disculpen! –les increpó Rufina en tono firme.
Ambos se volvieron y la miraron, con cara de extrañados.
- ¿Sí? –preguntó la Dra. Tirelchicle.
En ese momento, Rufina se arrepintió de haber abierto la boca además de las piernas, porque ahora sabía a ciencia cierta que ambos la estaban mirando esperando una explicación a la interrupción, explicación que ella debía dar abierta de piernas y sin bragas, moviendo los deditos de los pies para abstraerse de la situación y levantando la cabeza mientras forzaba sus abdominales para comprobar que la miraban a los ojos.
- Miren… Me alegro de que la doctora no tenga dedos de ranita, lo cual es todo un logro. He tirado el chicle a pesar de no estar mascándolo con el coño. Se me están durmiendo los pies, que esto del potro es de lo más incómodo que se ha inventado jamás. A usted –dijo señalando al señor de la bata blanca- le estoy enseñando algo que nunca enseño sin al menos una cena y una copa previas. Comprendan que esto es algo muy violento para mí… Deseo de todo corazón que las negociaciones sindicales fructifiquen, pero tengan en cuenta que estoy abierta de piernas enseñando el culo.
Se hizo un silencio solemne. Los dos la miraban fijamente. Rufina movía los deditos y ya había perdido de vista hacía rato la playa de arena blanca. Notaba las pulsaciones de su corazón irado en las sienes. Tomó aire decidida, subió un poco más la cabeza y dijo:
- No querría molestarles con mi interrupción, pero, ¿no tendrían algo para leer mientras acaban de discutir el tema? Gracias.