Rufina nació en el seno de una familia adinerada sin problemas para llegar a fin de mes. La holgura de su billetera les permitía llevar los calcetines sin agujeros remendados, hacer canelones sin reciclar sobras de comida, no forrar los libros del colegio con aironfix y no tener que ahorrar agua prescindiendo de hacer tiramisú.
Todo iba viento en popa en esa época. Los padres de Rufina llegaron a comprarse un piso en la ciudad con piscina climatizada en el comedor y jacuzzi en la jardinera del balcón, y adoptaron por mascotas dos perros vegetarianos, un periquito amarillo con dermatitis y tres gatos pardos con estampado de cuadro de Gales.
Durante aquellos tiempos felices, los progenitores de Rufina solían copular muy a menudo, sin las extravagancias del sexo tántrico y sin tomar medidas preventivas.
De tanto cohabitar sus padres una noche tras otra, pasó lo que tenía que pasar. La mamá de Rufina comunicó a su marido (y padre de la futura criatura) que estaba preñada. El padre, repleto de gozo, corrió a comprarle a su esposa un bonito anillo de oro blanco coronado por un tremendo diamante en talla brillante con la inscripción ‘Me haces el hombre más feliz del mundo, amor mío. Espero que este retoño tenga tus ojos y tu sonrisa, y tenga mis sobacos y mis lóbulos de las orejas. Que este bebé colme nuestro amor coronándolo de la felicidad más absoluta. No solo te quiero sino que te adoro y beso el suelo que pisas. Tu amante esposo. Eulogio’. Todo ello escrito en Arial 0.000002 en la parte interior del anillo, que tenía aproximadamente 0.7 cm de ancho. Cada vez que Rufina miraba esa reliquia de familia necesitaba una lupa para leer la inscripción y tenía la sensación de que Gollum aparecería diciendo mi tessssssssssssssssooooooooooroooo.
A los nueve meses exactos, justo a la hora de comer, Rufina asomó la cabeza entre las piernas de su madre y rompió a llorar por primera vez, como pidiendo que le pusieran el primer plato. Así fue: de primero, teta. De segundo, teta. De postre, teta.
La bautizaron por todo lo alto: en una capilla situada a 1500 m sobre el nivel del mar.
Pero justamente en el momento en que la alegría de la familia se veía completada por la llegada de tan risueña niña, la desgracia se cernió sobre la casta de los Agorastegui en forma de tía Facunda.
La tía Facunda mandó al garete todo el patrimonio familiar a causa de su adicción al juego. Comenzó en lo de la ludopatía jugándose garbanzos al mus con las amigas de catequesis, y cuando llenó tres botes en una partida que duró hasta la madrugada, se animó creyendo que Santa Primitiva (patrona de los jugadores) la había tocado con la gracia de la fortuna en las apuestas.
Convencida de su designio divino de hacer el bien a través del juego ilegal, la tía Facunda cambió los garbanzos por monedas, después por billetes y más tarde por títulos de propiedad, pero la suerte es veleidosa y Facunda empezó a no ser tan afortunada como con los garbanzos. Perdió su casa del pueblo, el Supermirafiori, la zodiac del puerto y el apartamento de la playa. Jamás el mus había sido tan cruento.
A los dos meses del nacimiento de Rufina, su familia descubrió con gran asombro la ludopatía de la tía Facunda. Se gastaba cantidades indecentes de dinero en el bingo benéfico de la parroquia, en las tómbolas de los colegios de sus hijos/sobrinos/niños-que-no-conocía, en timbas ilegales de cinquillo, comprando boletos para los viajes de fin de carrera de universitarios… Y cada vez apostaba más y ganaba menos.
Nepomuceno, el marido de Facunda, acudió a la familia pidiendo auxilio. Pronto el patrimonio familiar se fue dilapidando en un frenesí de juego y borracheras de licor digestivo de hierbas y anís. La tía Facunda estaba irreconocible. Dejó de ir a misa, se quitó el pañuelo de la cabeza y lucía desvergonzada su pelo cano al viento enfundada en unos pantys tupidos de espuma de color negro con zapatillas planas gris marengo de cuadros.
Dejó de entonar las canciones de alabanza al Señor y de rezar el Angelus cada día a las 12, para volverse salvaje y cantar por Mari Trini, Jeannette y Mocedades a grito pelado por las calles mientras se arremangaba la falda dejando ver sus enaguas blancas y almidonadas.
Acabaron por vender todas las propiedades de la parentela y se quedaron todos juntos en una casa lo suficientemente grande como para albergar las rencillas familiares, los perros, el periquito y los gatos.
Pasó el tiempo y Rufina se convirtió en una muchachita de 2 años. Sus padres, que tenían que trabajar para alimentarla a ella, a sus hermanos, a sus primos, al tío Nepomuceno, a la tía Facunda, a los abuelos, a los perros, al periquito y a los gatos, le dijeron que urgía tener una charla de trascendental importancia.
- Hija, - dijo su padre en un tono triste y agorero- tu madre y yo estamos todo el día fuera de casa trabajando para mantener a esta jauría de holgazanes. Los abuelos confunden la leche con la lejía, los tíos están enajenados y es evidente que los perros, el periquito y los gatos no pueden cuidar de ti en nuestra ausencia. No podemos permitirnos una canguro ni una guardería privada, y no hay plazas para la subvencionada. Sólo nos queda mandarte a la Universidad pública, para que al menos estés allí entretenida y le saques provecho al tiempo. Por favor, hija, no vengas a pedirnos dinero para libros. Asiste a todas las clases y toma muchos apuntes, será tu única fuente de conocimientos. Si quieres, te sacas el carnet de la biblioteca, que creo que es gratuito. Nosotros te daremos quinientas pesetas a la semana para que desayunes y comas en la facultad, que para eso hay comedores de estudiantes… Si mamá puede, te vendrá a buscar a eso de las diez de la noche, que es cuando acaban las clases. Si no, toma un bus o que algún compañero o compañera te traiga a casa. Y si no, ven andando pero no te entretengas ni hables con extraños.
Rufina escuchaba a su padre y a la vez asentía. Comprendió, pese a su corta edad, que jamás tendría una infancia normal, pero eso no tenía por qué ser sinónimo de desgracia.
Se matriculó en la facultad y asistió a sus primeras clases. Se sentaba en primera fila, ataviada con un vestidito de cuadros vichy, una rebequita colorada de punto, unas merceditas rojas con hebillas plateadas y un clip con un lacito granate en el pelo. Cada mañana se levantaba pronto, se preparaba un par de rebanadas de pan con mermelada y se las llevaba a la universidad en una bolsita de tela con dibujos de ositos, gatitos y pollitos donde podía leerse ‘DESAYUNO’ escrito en diagonal, y así podía ahorrar algo de las 500 pesetas que le daban sus padres.
Paralelamente, buscó un trabajo compatible con su horario estudiantil. Trabajó de canguro, de profesora particular, de paseadora de perros, de sexadora de pollos… Y ahorraba todo cuanto podía de su sueldo y de la asignación de sus progenitores.
Abrió una cuenta en el banco de al lado de la facultad y depositaba sistemáticamente cada viernes a las doce del mediodía lo que economizaba de su sueldo y del estipendio para gastos.
Hizo amigos en la facultad con los que se iba a tomar colacao (no tenía edad para café) al bar del campus. Le pasaban los apuntes el día que tenía hora en el pediatra para las vacunas, y ella les pasaba los apuntes a ellos cuando tenían un lunes resacoso. Grandes compañeros entre sí. Quid pro quo.
A los 12 años Rufina se licenció. Podría haberlo hecho en menos tiempo, pero la escarlatina y el sarampión la retrasaron un poco en su ritmo, y en cierto momento perdió el interés y se preocupó más de vivir la vida que de estudiar.
Cuando se licenció, comprobó que tras años de ahorro de la asignación semanal y los sueldos, tenía dinero suficiente como para comprarse un coche sin tener que pedir un préstamo, quedándole un saldo disponible lo suficientemente interesante.
Fue a la autoescuela para sacarse el permiso de conducir. Le dijeron que era demasiado pequeña y no llegaba a los pedales, que volviera a los 18. Rufina no se daba por vencida fácilmente: si el Vaquilla conducía siendo un niño, ella también; si ella había podido sacarse una licenciatura, tenía que poder sacarse un permiso de conducción tipo B.
Se compró unos zapatos con alzas y volvió resuelta a la autoescuela. Después de comprobar que con las alzas llegaba a los pedales, pagó y empezó el camino hacia su independencia.
A los 13 años se sacó el carnet de conducir (la teórica a la primera y la práctica a la cuarta… se ponía muy nerviosa y del tembleque se le caían los zapatos y las alzas).
Con el permiso rosa en su mochila de oso de peluche, se encaminó a varios concesionarios de vehículos de ocasión, para comparar precios.
Finalmente, se decidió por un SEAT 124 color tabaco metalizado con faros antiniebla cubiertos por unas tapas blancas de plástico y techo negro.
Se sentó en el coche, colocó la llave en el contacto, la giró y encendió el motor. Metió primera, pisó el acelerador suavemente y pensó:
Rufina, este es el principio de tu vida…